Puerta Abierta
No conocía la casa. Había voces ajenas, risas que no me incluían. Esa clase de reunión en la que uno finge saber por qué está ahí.
Y entonces alguien dejó la puerta trasera abierta.
Daba a un solar oscuro, de tierra seca y ramas torcidas. Por esa grieta entraron las ratas. Eran blancas, casi luminosas. Algunas más tenues que otras, como si no terminaran de existir del todo. Cruzaban en silencio, sin apuro, como si ya supieran el camino. Las muchachas gritaron. Yo también habría gritado, pero el susto se me atragantó.
Fue entonces cuando apareció mi gato. Y no venía solo. Lo seguían otros gatos, de distintos tamaños y colores, con ese andar sigiloso de quien sabe qué hacer. Se lanzaron tras las ratas sin dudar.
Las ratas chillaban, los gatos atacaban, y todo parecía moverse sin control, pero con un extraño equilibrio. Como si fuera una danza ensayada.
Yo solo miraba.
Las ratas huían.
Los gatos dominaban.
La puerta seguía abierta.
Entonces noté que algunas ratas no eran perseguidas. Flotaban. Eran más translúcidas, casi bruma. Una de ellas se detuvo frente a mí.
No corría. No temblaba. Solo me miraba.
Y ahí lo supe.
Esa no venía de afuera.
