—¡Espera! —grité al aire, pero el alma perdida ya se desvanecía entre las sombras del bar.

Corrí hacia la puerta trasera por la que había desaparecido, mis pies apenas tocando el suelo de aquel lugar extraño. La urgencia me atravesaba como una daga: si no la alcanzaba ahora, ambos estaríamos condenados para siempre.

El pasillo detrás de la puerta era estrecho y oscuro, sus paredes cubiertas de páginas manuscritas que brillaban débilmente antes de desvanecerse. Al final, una habitación pequeña donde el alma perdida se había refugiado, de pie frente a una ventana que daba a la nada.

—No quiero recordar —dijo sin voltear a verme. Su voz sonaba más débil que antes, como si estuviera deshaciéndose.

¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Quién era yo siquiera? De pronto me encontré de vuelta al comienzo, como si el tiempo se hubiera plegado sobre sí mismo.

El primer pensamiento que cruzó por mi mente fue haberlo olvidado todo. Ahí estaba, de pie, paralizado, en medio de una calle desconocida. ¿Quién era yo? ¿Qué lugar era aquel? ¿Por qué estaba allí? Preguntas que rondaron mi mente y que no pude responder.

a black and white photo of a boat in the water

Aquel era un lugar sombrío. Tenía frente a mí una calle que parecía sin fin y que estaba rodeada de edificios ruinosos. No había sol en el cielo, pero tampoco luna o estrellas. La oscuridad era casi completa, sin embargo, sin ser claro el cómo, había cierta visibilidad, como si algo informe iluminara tenuemente todo el lugar, brillando desde el interior del aire mismo.

Sin darme cuenta, me encontré avanzando a través del camino, empujado por una fuerza que no supe si venía de mí o era externa a mi propio ser.

Mis oídos no detectaron un solo sonido, ni siquiera el de mis pasos al caminar; pero pude sentir cómo algo presionaba con fuerza en mis tímpanos; la atmósfera era en extremo pesada. Tal era el silencio, que esperé poder escuchar cada órgano de mi cuerpo trabajando; el latir de mi corazón; el aire viajando desde mis fosas hasta los pulmones y expandiendo el diafragma; no obstante, nada, había solo vacío.

Al caminar, notaba todo mi cuerpo padecer, más allá de un simple dolor físico. Mis pasos eran pesados, el suelo quería tragarme, arrastrarme hacia él. En mi cabeza, el cerebro quería hacer explotar mi cráneo y en el pecho, no sentía un corazón. Pero aún más, había algo ausente en mí, algo que no sabía cómo definir; en mi interior echaba de menos una pieza, una sin la cual sentía que no podría vivir un segundo más.

Mis pies avanzaban sin que yo tuviese ninguna voluntad. Marchaban solos y sin la certeza de llegar a buen puerto; casi sabían que, si no seguían, entonces sería nuestro final.

Conmigo, pero sin mí, iban cientos de personas. Todos caminaban despacio, cabizbajos y en la misma dirección. Eran hombres y mujeres de todas edades, excepto niños. Sus rostros eran pálidos, inexpresivos y sus cuerpos iban desnudos. Vi lágrimas rodando por más de una de aquellas mejillas. Ninguno hablaba y nadie iba acompañado; cada uno marchaba consigo mismo al lado de los otros y de su silencio. Éramos como el agua de un río turbio fluyendo, arrastrados por la gravedad misma hacia un océano de negra incertidumbre.

Sin querer, casi aceptando el rumbo por el que me llevaba aquella existencia sin sentido, mis ojos divisaron una pequeña luz. Provenía de la ventana de un desvencijado bar que parecía ser el único edificio habitado. Volteé para ver si alguien más lo había visto, sin embargo, ni uno solo de aquellos seres a mi lado levantó la cabeza.

Pareció que mis pies de inmediato conocieron mis intenciones, pues sin siquiera pensarlo, me guiaron hasta la entrada de aquel lugar. Tenía una puerta pequeña, por la que apenas pasaría una persona a la vez. Sobre esta había un letrero hecho de madera y con letras rojizas.

Silhouette of a person under a street lamp in an eerie urban alley at night.

Lo cierto es que, cuando vi el nombre «Bar de los Espectros», lo último que esperaba era encontrarme a un fantasma; sin embargo, ¡vaya que el lugar estaba lleno de gente muerta! Aunque claro, no sé hasta qué punto esta última frase sea cierta, porque, ¿un espectro está vivo o muerto? Diría yo que ni lo uno, ni lo otro.

Estuve de pie junto al umbral, completamente absorto, durante un tiempo que no sabría calcular. Entonces di el primer paso e ingresé. De inmediato, tuve la primera sensación atípica en mí. Sentía todo mi cuerpo vibrando, como si un ejército de hormigas viajase bajo mi piel. Mi andar era extraño, el suelo parecía no ser firme, y sin embargo no me hundía en él; casi podía decirse que iba flotando.

No sabría cómo describir con claridad la atmósfera del lugar. El ambiente no se parecía al de ningún bar, café o restaurante; no existía tal calidez, ni esa alegría vibrante en el aire. No obstante, tampoco era frío ni melancólico como lo serían un cementerio o un hospital. Allí dentro se estaba en un limbo indefinible.

Llegué a la barra y me quedé observando los bancos altos de madera. Me pregunté si estos causarían la misma sensación que tuve al pisar el umbral, me causaba inquietud que al sentarme fuese a parar al piso.

—Las sillas son aptas para nefantes —dijo un fantasma que estaba detrás de la barra. Era algo más alto que yo, sin cabello y de mirada amable.

—¿Perdón? —Le respondí.

La verdad, no había entendido qué me había dicho.

—Que se puede sentar tranquilo —dijo—, las sillas son aptas para nefantes.

—¡Ah, gracias!

Aún sin entender lo que aquel espectro me decía, me senté. El banco no era incómodo porque, como el suelo, este no se sentía; era como si mi culo sencillamente estuviera suspendido en el aire sin ayuda de nada.

—¿Me había dicho que estas sillas eran aptas para qué? —Insistí.

—Para nefantes, todo el bar es apto, somos un establecimiento inclusivo.

—Ah, pero qué bueno que sean inclusivos. Eso siempre es importante hoy en día. Aunque, sigo sin entender, ¿qué es nefantes? ¿Acaso eso se conjuga?

—Los nefantes no son verbos, sino sustantivos. Son los seres que no pertenecen al mundo de los espectros. Por ejemplo, usted es un nefante.

—Ahora sí creo haber comprendido; es que esa es una palabra que jamás había oído. Y bueno, ¿venden cervezas? —dije con la intención de poner fin a aquel tema. Aunque algo resonó en mí; en definitiva, yo aún no era un fantasma. Ahora la pregunta era por qué me hallaba allí.

—Vendemos toda clase de bebidas, caballero. Pero solo aptas para espectros.

—¿No que era un bar inclusivo?

—La cámara de comercio espectral nos exige que aquí pueda ingresar cualquier ser pensante, mas no nos obliga a ofrecerles productos ni servicios. Puede estar aquí una eternidad, si así lo desea.

—No tengo una eternidad —dije, sorprendiéndome a mí mismo con la urgencia en mi voz—. Necesito encontrar algo que perdí.

El fantasma se detuvo y me miró con curiosidad renovada.

—Ah —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Usted busca su alma.

Sus palabras resonaron en mi mente como una campana lejana. El bar comenzó a desdibujarse a mi alrededor, las voces de los espectros se volvieron un murmullo distante. De pronto me encontré de pie en el centro de una oficina que reconocí como mía, pero transformada. Los muebles familiares estaban ahí: el escritorio de metal, la silla ergonómica, las carpetas apiladas. Pero flotando en el aire, como hojas llevadas por un viento invisible, había cientos de páginas escritas a mano.

Me acerqué a una que pasó cerca de mi rostro. Reconocí mi letra joven, entusiasta: “Capítulo 1 – La historia que cambiará todo”. La página se desintegró al tocarla, convirtiéndose en polvo dorado que se desvaneció.

Artistic close-up of vintage typewriter keys highlighting letters with a shallow depth of field.

Otras páginas flotaban más alto, estas mecanografiadas: informes de proyectos, cronogramas, presupuestos. Todas las palabras que había escrito para sobrevivir, no para vivir. Al fondo, casi invisible, había un rincón donde una máquina de escribir antigua yacía cubierta de polvo. A su lado, una pila de cuadernos cerrados, sus páginas en blanco esperando historias que nunca llegaron.

—Esto es lo que soy —susurré.

Una voz, mi propia voz, pero más vieja, cansada, llegó desde alguna parte: “Era más fácil rendirse. Era más seguro.”

Y entonces, tan súbitamente como había llegado, la visión se desvaneció. Me encontré de vuelta en el bar, con el fantasma observándome con una expresión que ahora parecía comprensiva.

—Ahora ya sabe por qué está aquí —dijo simplemente.

Recosté mi espalda contra la encimera y dediqué mi mirada a todo el lugar, al que no había podido reparar antes debido a lo conmovido que me hallaba hasta entonces.

El bar era amplio. Había unas quince mesas, visiblemente de madera, repartidas a lo largo y ancho de la taberna; cada una acompañada de cuatro sillas hechas del mismo material. Al fondo, había una tarima de unos cinco por tres metros; sobre esta, un piano de pared y un par de taburetes similares a los de la barra. Los muros eran de aparente ladrillo, adornados con réplicas de famosas pinturas; había una Gioconda, un Grito, una Noche Estrellada y varios retratos de famosos artistas como Beethoven, Tchaikovsky, Shakespeare y Poe. De un alto techo abovedado, pendían siete arañas de bronce con diez velas cada una. La iluminación era tenue, pero, aun así, los fantasmas eran perfectamente visibles, pues tenían una suerte de luz que brillaba desde sus pechos; parecían débiles estrellas apareciendo en el crepúsculo.

Los espectros eran tan variados en forma como humanos en una feria. Los había altos y bajos, gordos y flacos, hombres, mujeres y de los que uno no sabe qué decir. Su piel, sin embargo, era idéntica de uno a otro; tenían un color purpúreo y eran semitransparentes; algo así como una nube de vapor violeta. Además, tenían otro detalle en común, no había ni uno que no anduviese desnudo.

Entre todos los espectros, hubo uno que llamó mi atención. Él estaba sentado a una mesa en el fondo, en un rincón cerca del piano. Lucía como un hombre de treinta, pulcramente peinado y afeitado; en su rostro se reflejaba la expresión de alguien abstraído de la realidad. Lo que hizo que me fijase en él, fue que no parecía un fantasma como los otros; el brillo interior de los demás estaba ausente en él, su estrella estaba perdida; además, su piel era pálida e incolora; era una voluta de vapor grisáceo.

Mi corazón —o lo que fuera que latía en mi pecho— se aceleró. Ahí estaba, lo que había venido a buscar.

Lo observé durante un rato. Nadie hablaba con él o se le acercaba siquiera; él tampoco lucía interesado en hablar con ninguno, su mirada vagaba de un rincón del bar al otro.

Durante un instante, sus ojos hallaron a los míos. No había expresión visible en su rostro, pero sentí algo fuerte dentro de mí, muy cercano a la tristeza. Sin embargo, tuve la impresión de que una cosa al interior de mi pecho hizo un débil ruido, como el golpe seco de una baqueta sobre la membrana de un tambor. Luego, el espectro volvió la mirada hacia otro lado y una vez más sentí aquel vacío en mi ser.

—Es un alma perdida —dijo con suavidad una voz en mi espalda.

Volteé para ver quién me hablaba. Era otro fantasma, alto, de semblante altanero y muy seguro. Por la peluca que usaba y el excesivo maquillaje en su cara, daba la impresión de haberse escapado del barroco.

—El de atrás, es un alma perdida —dijo una vez más.

—¿Qué es un alma perdida? —Pregunté.

—Es el espíritu de lo que antes fuera un hombre, ahora en tránsito al mundo espectral.

—Lo que me dices, es que el hombre a quien pertenecía aquella cosa, ¿murió?

—Sí… y no.

—¿Cómo es eso?

Me quedé perplejo mirando su puntiaguda barbilla. Mientras tanto, al escenario iban subiendo varios fantasmas, cargaban violines, contrabajos y chelos.

—El hombre aún camina junto a los vivos —dijo—, pero lleva una existencia tal, que ha dejado de vivir, ha perdido su alma.

—¿Cómo llega a suceder eso? ¿Cómo es que uno puede perder el alma?

Uno de los fantasmas hizo sonar un violín desafinado y una nota en extremo aguda hizo temblar todo el lugar. Hubo reproches entre los otros fantasmas, sin embargo, mi acompañante no se inmutó y prosiguió su discurso.

—Bueno, no es algo que sea sencillo de explicar —dijo mientras clavaba sus opacos ojos en los míos.

—Puedo intentar comprender —le respondí.

El fantasma levantó una de sus cejas, me miró como preguntándose si valía la pena tratar de explicarme. Yo aguardé en silencio y sin dejar de mirar su purpúreo rostro. Pasaron unos segundos, entonces prosiguió.

—Lo primero que debes entender es que, cuando un ser humano nace, este recibe un alma. Cada alma lleva consigo un propósito, una razón de existir; se le asigna un destino que debe compartir con su cuerpo de hombre. Es este don el que mantiene unidos a la corporalidad con el espíritu.

» Ahora bien, esta unión no es inquebrantable, es imperativo cuidarla. Para eso, no hay más que seguir el destino ya trazado; el hombre debe escuchar la voz de su alma, dejar a su mente ser iluminada por la estrella que guía su camino.

En el escenario, la orquesta fantasmal comenzó a interpretar Le Quattro Stagioni, de Vivaldi. Hubo un breve silencio entre el público del bar y tras unos segundos el barullo prosiguió.

De pronto, otra imagen me asaltó: papeles esparcidos sobre un escritorio, llenos de letras y tachones desesperados. Una voz de mujer llegaba desde unos parlantes, hablando sobre ecuaciones diferenciales con una cadencia monótona y académica. Yo estaba allí, inmóvil, sintiéndome como un extraño en mi propia vida.

—Pero —dije— ¿cómo puede saber alguien si está siguiendo o no el destino de su alma?

—Es muy simple, aquel que sigue el camino que su alma ha de darle, es un hombre feliz. La felicidad no es más que un alma cumpliendo el destino para el que nació. Y, desde luego, si el hombre, por cualquier razón, se niega a seguir el designio de su espíritu, terminará perdiéndose en el camino. Su alma seguirá siempre el trayecto por el cual existe, aun si eso significa perder el cuerpo por el cual vive.

Otra memoria me atravesó como un dardo: cuatro pastillas blancas en mi mano izquierda, pequeñas y amargas. La frustración de necesitarlas para mantener mi mente a flote, de depender de químicos para sostener lo que debería ser natural. El peso de una existencia medicada, controlada, domesticada.

—Pero, no entiendo, si la misión del espíritu está ligada al humano, y ambos se separan, ¿el alma no necesita de él para poder seguir su destino?

—Lo has comprendido todo —dijo, con un tono de orgullo en su voz y una leve sonrisa dibujada en sus labios—. Cuando alma y cuerpo se separan, ambos pierden su rumbo. El cuerpo seguirá existiendo hasta que se marchite por completo y muera; el alma estará destinada a vagar eternamente sin rumbo alguno y su luz será menos que una estrella perdida en el tiempo. De ahí que se les llame almas perdidas.

—¿Puede un alma perdida ser recuperada?

—Mientras el cuerpo aún exista, su alma puede retornar, por supuesto. Pero es algo que rara vez pasa, y el tiempo siempre es limitado. Verás, cuando el hombre pierde el espíritu, su mente se quebranta y se hunde en tinieblas, pues con su alma también se va su luz interior. Los pensamientos se vuelven cada vez más turbios, la oscuridad les invade y pierden cualquier propósito que tuviesen, o bien, los convierten en malos y peligrosos objetivos. En pocas palabras, el hombre sin su alma no podrá ser feliz. En consecuencia, su cuerpo se debilitará con rapidez y dejará de existir.

—¿Cómo es posible para un hombre recuperar su alma? —Le pregunté.

—Se necesita un humano de cierto tipo, muy escaso. Verás, en la mente de esta clase de hombres existe algo que aún nadie ha sabido definir. Este elemento especial es capaz de dar un chispazo —al decir esto, chasqueó los dedos—, un único chispazo que sucede solo cuando la mente se halla en el momento de mayor oscuridad. Solo entonces esta pequeña luz es capaz de guiar al hombre de regreso a su destino, allí por donde debe ir su alma. Sin embargo, aunque esta luminiscencia es en extremo poderosa, carece de resistencia ante el tiempo. Esto significa que, si cuerpo y alma no se reúnen antes de que la luz se agote, la condena caerá y será eterna.

—¿Las almas perdidas terminan por convertirse en fantasmas?

—No —me respondió secamente—. Nosotros, los fantasmas, somos diferentes.

—Entonces…—vacilé un instante, pues no quería parecer grosero con lo que quería preguntar. —¿Qué son ustedes los fantasmas?

—Somos almas, sí, pero no perdidas. Verás, cada uno de nosotros era un espíritu que iba con el mismo rumbo que el humano al que pertenecíamos. Sin embargo, algo sucedió y la existencia le fue arrebatada a nuestro cuerpo cuando aún no cumplíamos nuestro destino. Al igual que las almas perdidas, estamos condenados a vivir sin un camino al que seguir, durante la eternidad —dijo esto con gravedad y en su mirada se vio una sombra de aparente dolor.

Pero luego su expresión cambió, volviéndose más sombría.

—Sin embargo —continuó—, hay algo que debes saber. Las almas perdidas que permanecen demasiado tiempo en este lugar… comienzan a olvidar. Olvidan su propósito, su identidad, incluso el deseo de regresar. Se vuelven como nosotros: espectros sin rumbo. Y cuando eso sucede, la reconexión se vuelve imposible.

Miré hacia el alma perdida del rincón con nueva urgencia.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—No lo sé. Cada alma es diferente. Pero por la palidez de esa… no mucho.

Aquel incorpóreo ser se quedó observándome en silencio, parecía saber la cantidad de pensamientos que pasaban presurosos por mi mente en aquel instante.

Esperaba que me dijese algo más, pero tan solo me miraba, expectante de que yo tomara la palabra. Entonces él movió fugaz sus ojos hacia mi espalda. Volteé para ver y me encontré con el alma perdida que originó esta extraña conversación; sus ojos estaban plantados en mí.

Dudé un momento y me volví hacia el fantasma. Este me interrogaba con la expresión en su cara. Pasaron varios segundos hasta que rompí el silencio.

—No soy feliz —dije.

—Lo sé —respondió lacónicamente.

—¿Puede un cuerpo sentir su alma, puede verla?

Él asintió, moviendo muy despacio su cabeza, sin decir una palabra.

—¿Puede un hombre ver el alma de alguien más? —Agregué.

—Solo si el alma tiene la luz suficiente para trascender su propia corporalidad —dijo de forma monótona.

—Entonces… —no quise preguntar, pero él sabía cuál era el interrogante en mi mente.

—No es posible para un alma perdida tener la luz necesaria para ser vista por un cuerpo distinto al del hombre a quien está destinada —dijo despacio, con sus ojos clavados en los míos.

De inmediato volteé a mirar hacia el ser que estaba cerca del piano. Seguía observándome incesante. De pronto, sentí la imperante necesidad de acercarme y hablar con él.

—Espera —dijo el fantasma cuando me dispuse a levantarme—. Debes saber que intentar reconectar con un alma perdida tiene un costo. Si fallas, tu propio espíritu podría quedarse atrapado aquí para siempre. Y además… —hizo una pausa dramática— el alma podría no querer regresar.

—¿Por qué no querría?

—Porque recordar duele. Es más fácil permanecer en el olvido que enfrentar las decisiones que te llevaron hasta aquí.

Volteé para decir algo más al fantasma, pero cuando lo busqué con la mirada, había desaparecido.

El público prorrumpió en vítores y aplausos, los músicos habían terminado de tocar autunno.

Caminé hasta la mesa del rincón, pero cuando me acerqué, el alma perdida se levantó y comenzó a alejarse hacia una puerta trasera que no había notado antes.

Y fue ahí donde comenzó la persecución que me había traído hasta aquí, a este pasillo estrecho, a esta habitación que se desvanecía.

—Pero si no recuerdas, ambos moriremos —le dije al alma perdida que se refugiaba junto a la ventana.

—Ya estamos muertos. Solo que tú no lo has aceptado.

—Somos escritores —dije, dando un paso hacia él—. O al menos, quisimos serlo.

—Yo nunca quise nada —respondió, alejándose hacia el otro extremo de la habitación—. Fui arrastrado hacia acá por las decisiones de mi humano. Él quiso escribir. Él eligió la seguridad. Él se rindió. Yo solo… existo.

—Pero existes porque él tuvo sueños que abandonó. Sin esos sueños, no estarías aquí.

El alma perdida se volvió hacia mí, pero su rostro era apenas una sombra difusa.

—¿Y de qué sirve eso ahora? Él me traicionó. Me enterró bajo planillas y reuniones y medicamentos. ¿Por qué habría de regresar con alguien que me abandonó?

Cuando intenté acercarme de nuevo, simplemente desapareció.

Me quedé solo en la habitación, contemplando la máquina de escribir. El silencio era asfixiante. Comencé a sentir cómo la habitación se desvanecía a mi alrededor, como si yo mismo estuviera perdiendo consistencia.

—¡Espera! —grité al vacío.

La voz del alma llegó desde todas partes y ninguna:

—¿Por qué debería esperarte? Tú me abandonaste primero.

—Porque ambos sabemos que, sin ti, él no es nadie. Y sin él, tú no puedes cumplir tu propósito.

—Mi propósito murió hace años.

—No —dije, sintiendo una desesperación que me sorprendió—. Tu propósito está esperando. Las palabras están esperando. Las historias están esperando a que las cuentes.

Un silencio largo se extendió. La habitación se había vuelto casi transparente. Podía ver a través de las paredes, y más allá solo había vacío.

—Tengo miedo —susurró finalmente el alma, su voz como el viento entre hojas secas.

—Yo también.

—¿Y si no somos buenos? ¿Y si todo este sufrimiento fue por nada?

—Entonces al menos habremos intentado. Pero si no lo intentamos, nunca lo sabremos.

Lentamente, el alma perdida comenzó a materializarse de nuevo frente a la máquina de escribir. Estaba más pálida que nunca, casi invisible.

—Una historia —dijo—. Solo una. Y si no funciona, me voy para siempre.

—Una historia —acordé.

Me acerqué a la máquina de escribir y puse mis manos sobre las teclas. El alma perdida me observó con una mezcla de esperanza y terror.

—¿Qué escribimos? —preguntó, su voz apenas un susurro.

—La verdad. Escribimos sobre estar perdidos. Sobre renunciar a los sueños. Sobre encontrarse a uno mismo en el lugar más oscuro.

Cuando presioné la primera tecla, una letra apareció en el papel, brillante como una pequeña estrella. El alma perdida extendió una mano translúcida hacia las teclas, y cuando tocó una, otra letra se materializó.

Comenzamos a escribir. Al principio eran palabras sueltas, fragmentadas. Luego frases. Finalmente, párrafos enteros que fluían como si hubieran estado esperando años a ser liberados.

Con cada palabra, el alma perdida se volvía un poco más sólida, un poco más real. Y yo sentía como si algo dentro de mí, algo que había estado roto durante mucho tiempo, comenzara a sanar.

Escribimos sobre el miedo. Sobre los trabajos que tomé para pagar las cuentas mientras los sueños se marchitaban en cajones olvidados. Sobre las noches en vela preguntándome si habría sido diferente. Sobre el momento exacto en el que dejé de llamarme escritor.

Y entonces, cuando la página estuvo llena, el alma perdida me miró y sonrió. Por primera vez desde que la había visto, había luz en sus ojos.

—Recuerdo —dijo—. Recuerdo por qué él quería escribir.

—¿Por qué?

—Porque las palabras eran lo único que lo hacía sentir vivo de verdad.

En ese momento, la habitación comenzó a llenarse de luz. No la luz tenue y artificial del bar, sino algo cálido y dorado que parecía venir de todas partes a la vez.

Pero justo entonces, una voz lejana llegó desde algún lugar impreciso: “Sus signos vitales están bajando. Necesitamos actuar rápido”. Las palabras se desvanecieron como humo, pero trajeron consigo una urgencia que me atravesó hasta los huesos.

—El tiempo se agota —dije.

El alma perdida extendió su mano hacia mí. Cuando la tomé, sentí como si una parte de mí que había estado ausente durante años finalmente regresara a casa.

La fusión fue instantánea y total. No hubo dolor, solo una sensación de completitud que no había experimentado en mucho, mucho tiempo.

Cuando abrí los ojos, estaba de vuelta en la calle sin fin. Pero ahora era diferente. Los edificios seguían siendo ruinosos, pero podía ver flores creciendo entre las grietas. El cielo seguía sin sol, pero tenía el color profundo del amanecer.

Y lo más importante: ya no caminaba sin rumbo. Sabía exactamente hacia dónde iba.

Escuché voces más claras: “¡Está despertando! ¡Sus constantes se están estabilizando!”

Sonreí y seguí caminando hacia la luz que ahora podía ver al final de la calle. Tenía historias que contar, y por primera vez en años, sabía que encontraría las palabras para hacerlo.

Porque al final, escribir no era solo lo que hacía. Era quien era.


Retrato en blanco y negro de un hombre joven con expresión seria, de pie contra una pared blanca, con las manos en los bolsillos.

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